Palabras del Obispo

Homilía de Monseñor Martín de Elizalde

HOMILÍA de MONS. MARTÍN de ELIZALDE OSB
OBISPO de SANTO DOMINGO en NUEVE de JULIO
en la CELEBRACIÓN de la PASIÓN Y MUERTE del SEÑOR – VIERNES SANTO

 Nueve de Julio, Iglesia Catedral, 18 de abril de 2014

 

Queridos hermanos y hermanas:

Con una emoción profunda nos encontramos esta tarde reunidos en el templo para la celebración litúrgica del Viernes Santo. Revivimos las últimas horas de Jesús, condenado injustamente, pero aceptando con generosidad tan horrible suplicio para la redención de la familia humana. La lectura de la Pasión no nos deja indiferentes, nos interpela y nos lleva a reflexionar: tanto valor tenemos nosotros, pecadores, a los ojos de Dios, que entregó a su propio Hijo para que recibiéramos la vida. Es la Pasión, Muerte y Resurrección del Salvador lo que da a sus palabras y enseñanzas, a los signos que realizó, a sus milagros, la garantía de la verdad, el sello de la eficacia, la certeza del cumplimiento de sus frutos. Ha habido muchos maestros, siempre han existido personalidades ejemplares, muchos también realizaron prodigios, pero la entrega coherente, lúcida, voluntaria, del Señor es la prueba mejor de su valor infinito, y este precio es el precio del amor, de su gran amor. De ahí que nuestra vida debe llevar la marca de la fidelidad de Dios, con nuestra adhesión expresada en los pensamientos y acciones de la existencia del discípulo, para manifestar el reconocimiento de la identidad que hemos recibido por el sacrificio de Cristo.

¿Por qué padeció el Señor? Como consecuencia del pecado, el que los hombres de aquel tiempo y lugar cometieron quitándole la vida, pero sobre todo para que el pecado que todos llevamos tan arraigado en el corazón, sea suprimido, y nosotros hechos dignos y capaces de alcanzar la vida eterna, para estar para siempre junto a Él. Esta dimensión salvífica de la Pasión de Jesús confiere a su sufrimiento una característica especial: no es solo el espantoso tormento del cuerpo; no es tampoco la angustia del abandono y de la impotencia, de la traición y de la infamia, solamente; ese dolor, jamás experimentado antes y que nadie podrá vivir nunca en igual manera, es el del Hijo de Dios. Estaba junto al Padre desde la creación de todo, y vio el extravío de los hombres, el apartamiento del bien y de la justicia, la división entre los hermanos, la destrucción de un mundo hecho para la felicidad y la verdad, y dijo “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”, como lo profetizó el salmista (cfr S. 39, 8-9). La primera condición es su propia entrega, y por ello, el dolor de la Pasión se convirtió en ofrenda, nos obtuvo como don y regalo la gracia, allí donde había abundado el pecado (cfr Rm 5, 20).

¿Cómo sufrió el Señor? Dentro de la comunidad de sus discípulos estaba Judas, pero estaban también los que se escondieron cuando fue llevado preso, los que lo negaron, los que no se hicieron presentes al pie de la cruz y en el momento de la sepultura. Al tormento físico se agregó el sufrimiento moral, sobrellevado con mansedumbre y expresando su perdón: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). No les tengas en cuenta este pecado”. Pero la entrega voluntaria, la comunión filial con su Padre, la búsqueda de la restauración del vínculo entre Dios y los hombres, que eran su aspiración ardiente y el sentido de su misión, a la vez, lo sostenían y le daban fuerza y sostenían su ardor, pero también hacían más doloroso el ancho espacio que lo separaba de la dureza del corazón humano, de la indiferencia de aquellos mismos que vino a reconciliar.

Por eso, surge la pregunta que debemos hacernos nosotros: ¿Cómo acompañar hoy, aquí, el sacrificio de Cristo? Les propongo hacerlo, resumidamente, en tres actitudes, pero profundas y sentidas con sinceridad y consecuencia. Las definimos así:

  • Com-padecer: no es solamente tener lástima, sino estar lastimado con aquel que sufre. Es padecer-con, y por las mismas razones que lo han herido y lo hacen sufrir. “Tengan los mismos sentimientos de Cristo” (Filip 2, 5), para prolongar en la vida su acción, fieles al Evangelio y cercanos al ejemplo de Jesús, haciéndolo presente en el mundo con sus obras. ¡Cuántas ocasiones para ejercer el amor hacia los hermanos, aliviar a los que sufren y están necesitados, dar a conocer el nombre y el mensaje de Jesús! No nos quiere llorosos y tristes hoy, pero olvidadizos y superficiales en todo el resto del año. Y siempre confiados y gozosos, con la alegría del Evangelio.
  • Ofrecer: Estar unidos al amor de Cristo, compartir sus sentimientos, nos lleva a ponernos en la presencia del Padre, guiados por la acción del Espíritu Santo. Jesús se ofreció por nosotros; nosotros, como Él, queremos ofrecernos por los hermanos, en primer lugar en el culto espiritual, la santidad y la oración, en la eficacia sanadora de la Eucaristía y de los demás sacramentos, poniendo ante el Padre por Cristo en el Espíritu nuestros trabajos y penas, nuestros logros y alegrías, para que de ellas haga Dios un instrumento suyo. Esto supone que estemos despiertos, no como los discípulos adormecidos en el Huerto, sino atentos y vigilantes para acompañar la obra de Cristo que no cesa nunca.
  • Interceder: “Con una fuerte llamada”, intercedió el Señor por nosotros, y esa llamada no era la de una voz elocuente o la palabra exquisita y elaborada, sino el mensaje verdadero, que llegaba al corazón del Padre; así cumplió el Hijo su mandato de obediencia (cfr Hebr 5, 7-8). Interceder como Jesús lo hizo en la tierra, atento como está ahora en el cielo, junto al Padre, a su pueblo, es el modelo propuesto a los cristianos.

Hay muchas carencias y formas de dolor en el mundo: guerras y persecuciones, pobreza y abandono, enfermedad y soledad, hermanos desvalidos y privados de todo auxilio, ignorancia y corrupción, desconocimiento de Dios y de la vocación y dignidad del hombre. La contemplación del sacrificio de Cristo, ofrecido por nosotros, debe hacernos más generosos para imitarlo y llegar a sí a los hermanos, con la caridad, en la misión. Hoy la Iglesia nos propone un gesto muy concreto y significativo a la vez, que es la ayuda a los cristianos de Tierra Santa, la tierra de Jesús, donde a las crisis políticas y sociales se agregan la enemistad contra el Evangelio y la persecución a los cristianos. Ya san Pablo pedía a los cristianos que hicieran llegar su solidaridad a los hermanos de Jerusalén, pues de allí procede la difusión del Evangelio. Nosotros queremos también ayudar a los hermanos de Tierra Santa en la colecta que vamos a realizar. Sean generosos, para contribuir a que reine la justicia y la paz en esos países, y para que brille ejemplarmente el testimonio de los herederos de la primera evangelización, testigos privilegiados en los lugares santificados por el mismo Señor.

La celebración del Viernes Santo nos reconforte y anime, para poder seguir nuestro camino de fe con la fortaleza y la mansedumbre de María, siempre presente junto a su Hijo, hasta en la cruz.