Palabras del Obispo
El Sacramento del Amor de Dios
Homilía de Mons. Martín de Elizalde OSB
Obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio
en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo
Iglesia Catedral, 22 de junio de 2014
Queridos hermanos y hermanas:
“Sacramento de la caridad, la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre… en el sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos ‘hasta el extremo’, hasta el don de su cuerpo y de su sangre … ¡Qué admiración ha de suscitar también en nuestro corazón el Misterio eucarístico!” Con estas palabras introduce el Papa Benito XVI su Exhortación apostólica Sacramentum caritatis, y con ellas queremos hoy, en esta solemnidad litúrgica, dedicada a venerar y celebrar la Eucaristía, meditar sobre el misterio de nuestra fe.
El amor de Dios
En el comienzo se encuentra el amor de Dios, Padre y Creador, que hizo el universo, y en él puso al hombre para que lo rigiera y se prepara así para el destino de felicidad que le había dispuesto por amor. Pero la desobediencia del pecado se interpuso, y el amor ofrecido y manifestado se vio contrariado por el egoísmo y la inconstancia del hombre. Dios entonces envió a su Hijo, a Aquel a quien amaba, para que viniera al rescate de sus criaturas, y con la redención de la Cruz y el triunfo de la Resurrección, de servidores nos hizo hijos, de pecadores nos hizo santos. Este amor tan grande, del Padre que envía y del Hijo enviado, se hace presente en la celebración de la Eucaristía, que se realiza en la comunión de la Iglesia y por la sucesión apostólica. Participamos de la cena del Señor, somos alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, se llena el alma de la gracia y se confirma en la unión con Dios, se afirma en la esperanza de la vida eterna. El amor que está en el principio de la creación y lleva a la redención del pecador, es el mismo amor que nos hace vivir en la comunión y nos sostiene en la esperanza.
La comunión del amor
La Iglesia, nuestra Madre, nos concede vivir en comunión con Dios, y en ella recibimos la santidad y podemos conservarla en la fidelidad. Al participar de la Eucaristía abrimos el corazón a Dios, en la adoración de la fe, en la escucha de su Palabra, en la unidad con los hermanos bautizados, y sobre todo en la recepción del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Recibimos un don infinito, ofrecemos nuestra pobreza, y se consolida entonces este admirable, misterioso intercambio, obrado en el Bautismo y sellado en la Confirmación. La Eucaristía da entidad y dirección al sacrificio espiritual, como dice san Pablo, “Les ruego, hermanos, por la gran ternura de Dios, que le ofrezcan su propia persona como un sacrificio santo y capaz de agradarle” (Rom 12, 1). Es comunión con el amor de Dios, y esta se refleja y se vuelca en la comunidad que formamos, en el servicio de nuestros hermanos, en el ejercicio del amor expresado en la comprensión y en la ayuda, en la solicitud y en la compasión. Pero esta trasmisión del amor recibido, que al volcarse en bien de los hermanos se vuelve ofrenda elevada a Dios, necesita nutrirse de la fuente del amor, que es la Eucaristía.
Reafirmemos en los hogares, en la catequesis, en las escuelas, en nuestras comunidades y en la sociedad, la convicción originaria que debe anidar en el corazón de todo fiel: en la Eucaristía, misterio de la fe, se vive en plenitud la vocación del cristiano. Recordar que más que obligación, la Eucaristía dominical es un deber del corazón que ama, cree y espera, y que el debilitamiento de la práctica sacramental empobrece las almas, diluye los vínculos de la comunión, lleva a olvidar lo que hemos recibido de Dios y nos establece en un mundo sin trascendencia, sin anuncio del mensaje de Jesucristo, sin la fuerza que viene del Hijo que se entregó por nosotros.
La participación en la celebración de la Santa Misa no puede ser solamente un requisito ritual o un acto rutinario; para el cristiano, es la expresión más sublime de su fe y del compromiso de su amor, es la fuente de donde procede todo lo que lo encamina y ayuda para la felicidad infinita, para llegar al término inefable de su verdadera condición, la más grande y la más profundamente marcada en su propio ser, que es ser hijo de Dios, partícipe de su amor, heredero de la gloria.
La comunión de la esperanza
Pero el horizonte del cristiano se abre a perspectivas muy amplias. No basta pensar en nuestros limitados círculos, la familia, los amigos, los vecinos, aunque sea hacia ellos que tenemos que dedicar nuestros primeros esfuerzos. Cristo vino a salvar a todos los hombres, y lo hace a través de su Iglesia, que somos nosotros, los bautizados. En el capítulo quinto de la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, del Papa Francisco, titulado Evangelizadores con Espíritu, invita a los cristianos “a abrirse sin temor a la acción del Espíritu Santo”, para ser evangelizadores de sus hermanos. Podemos decir que la fuente de esta renovación del espíritu y de la acción evangelizadores, está en la continuidad de la fe eucarística y su celebración, que nos lleva paradojalmente desde la intimidad y el silencio de lo inefable, hasta más allá de lo conocido y de lo familiar, para alcanzar a los más alejados. Renovándonos en la presencia del Señor Resucitado, aún con los límites de nuestra pobreza y las fallas de nuestros pecados, iremos hacia los extremos a los que la Iglesia debe iluminar y sanar, atrayéndolos a la Casa común, en cuyo centro se encuentra la mesa tendida, de la Palabra y del Pan y el Vino eucarísticos. Por la Eucaristía, el cristiano se forma y se fortalece para, revestido de Cristo, vivir y testimoniar el Evangelio por el amor, desde el cual llegar a aquellas personas y lugares donde es esperado el mensaje de salvación.
El misterio de la fe es la puerta de la eternidad. Cuanto somos y poseemos aquí en la tierra, es instrumento para un bien mayor; es nada, en comparación con lo eterno que nos aguarda por la promesa divina. Y la Eucaristía, prenda y anticipo de la eternidad, que ya nos coloca en ese espíritu de adoración y en la experiencia de la presencia, que nos fortalece y prepara para actuar evangélicamente como colaboradores y ministros de Cristo, nos encamina hacia la comunión definitiva, hacia el encuentro con Dios. Ella anticipa el sentido de la existencia y la hace útil y generosa, y nos conforta con la beata esperanza de lo que no cesará jamás.
Es en la Eucaristía donde aclamamos el Misterio de la fe, por la Muerte y Resurrección de Jesucristo, y nos lleva a invocar su venida: ¡Ven, Señor Jesús!