Palabras del Obispo
Homilía de Monseñor Martín de Elizalde
HOMILÍA de MONS. MARTÍN de ELIZALDE OSB
OBISPO de SANTO DOMINGO en NUEVE de JULIO
en la CELEBRACIÓN del DOMINGO de RAMOS
Nueve de Julio, Iglesia Catedral, 13 de abril de 2014
Queridos hermanos y hermanas:
Acompañando la entrada solemne y festiva de Jesús en Jerusalén, hemos ingresado hoy en la celebración de la Semana Mayor, que se abre con esta celebración que siempre atrae a los fieles cristianos y los conmueve. Ella pone de manifiesto el contraste entre los designios de Dios y la comprensión y la respuesta de los hombres. El Padre de amor, envía a su Hijo para salvarnos, concedernos la paz, asistirnos con su presencia, incorporarnos a su familia, que es la Iglesia, y nosotros apenas respondemos; queremos recibir sus dones, pero no logramos convertirnos en convencidos seguidores y discípulos. Al mismo Jesús que aclamaba el pueblo, los habitantes de Jerusalén lo condenaron y abandonaron en el Calvario. La lectura de la Pasión impone a nuestros corazones una actitud de silencio, de reflexión y examen. Como pueblo fiel, miembros de la Iglesia, que acudimos hoy tan numerosos al templo para celebrar el ingreso de Jesús, aclamado como Rey, con los ramos de olivo en las manos, ¿somos tan numerosos y participativos en los demás días de la Semana Santa? ¿Lo acompañamos en la Cena, que el Jueves Santo vamos a recordar, y en la que se despide con un gesto elocuente de humildad y de servicio, lavando los pies a los discípulos y dejándoles sus últimas enseñanzas? ¿Estaremos con Él junto a la Cruz, en la celebración del Viernes, con su Madre y Juan el discípulo, y las pocas mujeres que se arriesgaron a mostrarle su fidelidad y a expresar su dolor? Finalmente, en la Vigilia pascual, del Sábado por la noche, ¿nos encontraremos reunidos en la oración y en la espera confiada de la fe, la Resurrección del Señor? Porque allí está la vida, se cumple entonces la promesa, se abre para nosotros el camino de la esperanza. Nuestra fidelidad para tomar parte en la liturgia que actualiza los misterios de la salvación, es anticipo y es también prenda y garantía de que por la gracia de Dios nos encontraremos con su Hijo en la gloria, los que lo hemos acompañado en los trances difíciles, pero redentores, de su vida terrena y hemos llegado a ser, con tantas faltas y defectos, sus discípulos. No seamos, entonces, como esos hombres y mujeres de Jerusalén, que lo aclamaron y vivaron a su entrada, pero lo dejaron después y lo olvidaron. Tenemos estos días de reencuentro, de perdón, de consideración profunda de nuestra vocación, que son los días de la Semana Santa, y sepamos hacer buen uso de esta oportunidad de gracia y de bendición.
¿Qué nos dice la entrada triunfal de Cristo en la Ciudad santa? En primer lugar, nos muestra la importancia de un lugar santo, Jerusalén, donde Dios se hace presente, y desde el cual se difunde por todo el mundo el mensaje evangélico. Este acontecimiento nos habla de la fe revelada, del cumplimiento de las promesas, de la indestructible unión que se ha establecido entre Dios y los hombres. Hemos venido al lugar al que fuimos llamados, para encontrar al que es el camino, la verdad y la vida. Jerusalén representa el lugar donde Dios habita, donde es venerado con el culto espiritual, genuino y sincero, desde donde recibimos la enseñanza, el alimento, las fuerzas. Buscamos la ciudad santa, Jerusalén, y hemos entrado en el templo, que abre sus puertas para recibirnos. Es aquí donde recibimos la vida sobrenatural en el Bautismo, confesamos la fe, somos santificados por la gracia del Espíritu, nos reunimos para adorar y agradecer a Dios en la alabanza y comer el Cuerpo y beber la Sangre de Cristo. La celebración de hoy es, pues, la celebración de la fe, que nos llega a partir de la Iglesia, aquí representada en el templo que nos reúne.
El pueblo acompañaba a Jesús con alegría – una alegría sincera, aunque haya dejado lugar demasiado pronto a la inexpresión y a la indiferencia. Si Jerusalén, el templo, expresa la fe de la Iglesia, la alegría de los habitantes que aclaman a Jesús refleja el amor, la disposición con que se recibe al que viene “en nombre del Señor”. Es este el segundo aspecto: el amor. El pueblo alberga en su corazón una gran capacidad de amar, pero no es un depósito afectivo carente de destino, que puede volcarse sobre cualquier objeto; es una participación en el amor de Dios, es el resplandor de la luz divina, es el calor del fuego ardiente que procede del Señor Jesús, no es la fuente sino el regalo que mana de ella. La alegría de los que aclamaron a Jesús era verdadera, seguramente hubo entre ellos quienes supieron profundizar y atesorar esa gracia, con fidelidad y gratitud, mientras otros lo olvidaron o dejaron que se adormeciera. Para nosotros, esta alegría, que es la exteriorización de una presencia, no puede ser pasajera o superficial, tiene que ser el comienzo de un amor cada vez más profundo y verdadero, y las pruebas de estos días de la Pasión y Muerte de Jesús lo deben confirmar y fortalecer, para llevarlo a sus consecuencias en la vida de todos nosotros. Como escribe el Santo Padre en la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium: “Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (n. 1).
El tercer plano, que es como la lección propia del episodio evangélico que celebramos hoy y que lo convierte en un misterio de salvación, es que la entrada de Jesús en Jerusalén es el principio de la realización de la promesa. Aquí se hace presente la esperanza. Aquí tenemos, en una Jerusalén, que es la meta y se convierte en la subida hacia el Calvario, altar del sacrificio redentor, el punto de partida, la reconciliación con el Padre, ofrecida a todo el género humano, y el inicio de la dispersión del Evangelio por todo el mundo. Entrar con Jesús en Jerusalén, ser acogidos en su templo, es una profesión de esperanza, es renovar nuestra certeza que la promesa será cumplida. El duro combate de estos días, la experiencia de la generosa entrega de amor de Jesús, nos enseña y prepara, para ser, como nos dice el Papa Francisco, verdaderos misioneros: “Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?” (EG, n. 8).
Encomendamos a la Virgen Santísima, que desde el silencio estaba siempre junto a su Hijo, nuestra conversión, para que al entrar con Jesús en la ciudad, compartamos con fe, con alegría y amor, con esperanza, sus mismos sentimientos, abracemos los mismos propósitos, seamos sostenidos por la misma fuerza que viene de lo alto.