Palabras del Obispo

Homilía de Monseñor Martín de Elizalde

HOMILÍA de MONS. MARTÍN de ELIZALDE OSB
OBISPO de SANTO DOMINGO en NUEVE de JULIO
en la CELEBRACIÓN de la VIGILIA PASCUAL – RESURRECCIÓN del SEÑOR

Nueve de Julio, Iglesia Catedral, 19 de abril de 2014
¡Aleluya! Queridos hermanos y hermanas, alegrémonos, ¡Cristo ha resucitado!

Como señala el papa Francisco en su reciente exhortación apostólica Evangelii Gaudium, “el Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría”. Y el Papa nos lleva en un rápido recorrido por esas expresiones que, en la Palabra inspirada, nos conducen a la alegría que nadie podrá quitarnos (Jn 16, 22): desde el saludo del ángel a María, en la Encarnación, “Alégrate” (Lc 1, 28), hasta el anuncio de la Resurrección y los encuentros con Jesús resucitado, que producen en el corazón de los discípulos una alegría que se continúa después en la experiencia de la primera comunidad cristiana (EG, 5).

Esta noche es una noche para la alegría, porque el Señor ha resucitado, dando así cumplimiento a las promesas, las promesas de salvación para los hombres pecadores, y que se comprueban con las apariciones a los discípulos. El Señor que nos dice siempre, desde entonces hasta el fin de los tiempos: Aquí estoy, para hacer el camino con ustedes, para convertir la tristeza en gozo, para hacer fecundo el sufrimiento, para consolar con las certezas del poder divino sus aflicciones, para mostrarles la meta iluminada hacia la que se dirigen, con esperanza confiada. La fiesta de la Resurrección que celebramos concluye la angustia de la Pasión y de la crucifixión, de la sepultura y de la triste espera junto a la tumba, y abre una perspectiva maravillosa, que descubrimos en la fe; solamente desde ella podremos contemplarla en su plenitud, pero está presente en todas las circunstancias de la existencia humana.

¿Cómo alcanzar esta alegría? La alegría de la Resurrección no es una reacción que acompaña un hecho que nos complace, como sucede a menudo con las experiencias felices en la vida ordinaria. Para descubrir esa alegría es necesaria la fe: debe entrar por la puerta de la fe, como nos recordaba el papa Benito XVI. ¿Por qué? Porque es un don divino, y el mensaje de Dios se dirige a nosotros con el lenguaje de la fe. Por la fe descubrimos su gratuidad, entrevemos, aunque oscuramente, su grandeza y su largo alcance, podemos encontrar la alegría y aplicarla en las más diversas circunstancias. Es una alegría que dispersa las nubes de la tristeza, afirma la confianza, convoca hacia lo por venir. Por eso la celebración pascual se centra en la riqueza admirable de la Eucaristía, con aquellos gestos que nos van mostrando los pasos que Dios ha dado, por medio de su Hijo, para establecernos en la alegría de la salvación, de la cual proceden el perdón, la paz, la liberación, el alimento, el gozo verdaderos. Por el Resucitado vienen la luz y el calor, la conducción de su pueblo a lo largo de la historia – que hemos repasado en la larga serie de lecturas, tan hermosas -, la continuidad de la obra de la gracia en la Iglesia, con los ritos bautismales; de estos dones nace la alegría.

¿Cómo conservar esta alegría? Manteniéndonos en la misma actitud con que fuimos iluminados en el Bautismo, tratando de no apartarnos de la fuente de la vida, participando con fervor en los sacramentos, orando asiduamente, ejercitándonos en las virtudes y prolongando en nosotros el ejemplo de la misericordia mostrada por Jesús. La fuerza que viene con la alegría tiene que ser alimentada, para estar siempre ayudando al cumplimiento de la vocación cristiana, sabiendo que nada podrá apartarnos del amor de Cristo, y que este amor es el que nos renueva en la alegría por la fe y nos sostiene en la esperanza.

¿Cómo irradiar esta alegría? Si llevamos con fidelidad nuestra vocación, la alegría se hará evidente, no para atraer sobre nosotros el elogio o la admiración, sino sencilla y silenciosamente, para recomendarse a los demás, para ayudarlos a comprender cuán suave y dulce es el Señor. Esa alegría vivida se mostrará en las palabras y las acciones del cristiano, a veces espontáneamente, de forma casi inadvertida, pero otras veces con un recuerdo constante de lo que Jesús hizo por nosotros, cómo su gracia cambió nuestra vida y cómo debemos seguir expresándolo la alegría, aunque haya circunstancias difíciles y situaciones dolorosas. La alegría de Dios en nuestros corazones nos permitirá sobrellevar esas penas, nos hará comprender que son un pequeño peaje o un peso todavía liviano y así gustar en toda su riqueza la felicidad y la fiesta de ser hijos de Dios.

Al renovar las promesas bautismales, al ser rociados por el agua que purifica, al acercarnos a la mesa eucarística, encontramos al Señor Resucitado, fuente de nuestra alegría. Permaneciendo junto a Él, esta alegría nunca faltará, y es el deseo que expreso para todos ustedes, en estas Pascuas, invocando la intercesión de María Santísima, que fue siempre fiel en su corazón y por eso mereció ser la Madre del amor hermoso, de la santa esperanza, y Causa de nuestra alegría.

¡Aleluya!, alegrémonos en la Resurrección del Señor.