Palabras del Obispo

Homilía de Monseñor Martín de Elizalde

HOMILÍA DE MONS. MARTÍN de ELIZALDE OSB
OBISPO DE SANTO DOMINGO EN NUEVE DE JULIO
EN LA ORDENACIÓN DIACONAL DE JUAN FERNANDO BAGATTO
JOSÉ LUIS ROSSI

 Iglesia Catedral, Nueve de Julio, 18 de enero de 2014

 

Queridos hermanos, a quienes la Iglesia presenta hoy para su ordenación diaconal, Juan Fernando y José Luis,
queridos hermanos sacerdotes, diáconos, consagrados y consagradas, seminaristas,
queridos hermanos y hermanas de la comunidad diocesana:

Con profunda alegría nos encontramos reunidos esta mañana, como Iglesia, para celebrar la ordenación diaconal de Juan Fernando y José Luis. Se hace realidad en medio nuestro el cumplimiento de la promesa del Señor, que no nos deja solos, sino que por su Espíritu suscita en su pueblo y en su familia la presencia de quienes, en su nombre, han de acompañar el camino de sus hermanos, para mostrarles la meta, enriquecerlos con los dones de la gracia, disponerlos para que sean ellos también testigos y anunciadores del Evangelio. Para desempeñar este ministerio el Señor elige entre sus discípulos a quienes Él mismo prepara y envía para que sean servidores en la Iglesia, y por el sacramento del Orden sagrado los constituye en el ministerio pastoral. Nuestra celebración de hoy es una manifestación de la presencia de Dios entre los suyos; es el momento en que, para continuar la obra salvadora de Cristo y mostrarlo con su palabra y con sus gestos, estos hermanos nuestros, Juan Fernando y José Luis, asumen en la Iglesia un ministerio que los transforma y renueva, para cumplir con generosidad y compromiso la misión que les es confiada.

La palabra diácono significa servidor. Aunque la meta de estos hermanos es el sacerdocio, el diaconado no es de manera alguna un estadio provisional: es la puerta que introduce en la intimidad del servicio de Dios – el culto verdadero – y compromete en el servicio de los hermanos. Después de los años de discernimiento y de preparación, la ordenación diaconal es el momento de la comunión profunda, del sí generoso y total, para prolongarse en una vida consagrada en el servicio, y cuyas características siguen estando presentes en todos los niveles del sacerdocio, en la existencia y el quehacer presbiteral y en la misión pastoral del obispo. Ordenados diáconos, nunca dejamos de ser diáconos por las características que debe tener siempre el ejercicio pastoral, y que no debemos olvidar jamás. Por eso los invito, queridos hermanos, a no considerar esta ordenación como una etapa, un pasaje necesario para alcanzar otro escalón más alto, sino como el conferimiento de una gracia que tiene que encontrarse en todos los momentos de su vida, de hoy en más, en todas sus acciones sacramentales y pastorales, en su espiritualidad y su oración, en el trato con los hermanos y en el ofrecimiento de los dones espirituales que les son confiados por la Iglesia para bien del pueblo santo. Para servir, es necesario no sentirse propietario sino depositario y administrador; hay que tener la humildad del olvido de sí, para que no se imponga nuestra figura y nuestra presencia, sino hacernos transparentes, para que irradie el poder de la gracia. Se trata de una misión, es el resultado de un envío, y requiere obediencia y espíritu de comunión, para no alejarnos de la fuente de la cual procedemos ni separarnos de los hermanos con quienes compartimos esta hermosa tarea.

Con el pedido del diaconado manifestaron ustedes su compromiso firme de abrazar el celibato por el Reino de los cielos, como un signo de esperanza en la vida futura, imitando el ejemplo del mismo Señor, que eligió tener por familia suya a todos los hombres, a quienes dedicar su vida y por quienes ofrecerse en sacrificio. Es este signo un testimonio elocuente, que no es preciso declamar para que se perciba y valore, y que se expresa en cada gesto generoso, en cada acción abnegada, pero sobre todo en la oración silenciosa y confiada, en la intimidad silenciosa con Dios, en la identificación con la Palabra que se proclama y el Misterio que se celebra. Mencionábamos la continuidad del espíritu diaconal en todo el servicio pastoral del ministro ordenado; también el celibato procede de este inicio, como un fermento espiritual que anima y hace crecer con el deseo de Dios la disponibilidad en la tarea a favor de los hermanos.

Este primer grado del ministerio, además, les permite cumplir en la comunidad con diferentes formas de servicio fraterno: la participación calificada como ministros en la liturgia eucarística, por la proclamación del Evangelio, la preparación de las ofrendas y la distribución de los dones divinos a los fieles, acompañando con las oportunas moniciones para la instrucción de los fieles y el buen orden de la asamblea. Como herederos del ministerio de los antiguos diáconos que los apóstoles eligieron como colaboradores suyos, estarán asociados al pastor de la diócesis, en el oficio de santificar por los sacramentos, de enseñar con la predicación y la catequesis, de contribuir al gobierno pastoral con la organización de la caridad. Y su inserción y actividad en la Iglesia local es continuada, de manera misteriosa pero efectiva, en la comunión universal de la Iglesia, por el crecimiento de los fieles y los frutos de la gracia, trascendiendo los límites visibles con la riqueza y fecundidad de la fe. Pero sobre todo, tienen que ser testigos ejemplares, para trasmitir por la generosidad y la coherencia de sus vidas, la llamada del Señor a la santidad y a la justicia, para que se difunda en nuestra sociedad la práctica de los principios evangélicos y se acreciente el deseo y la búsqueda de Dios. Su integración en el cuerpo de los ministros, con el obispo, los presbíteros y los diáconos, hará más visible, y por eso más exigente su llamada a ser instrumento de unidad, constructores de consenso, obedientes a la Palabra y fieles a la Iglesia que los ha elegido y ordenado, poniendo al servicio del Reino sus capacidades humanas y sobre todo su propio crecimiento espiritual y su progreso en las virtudes pastorales.

Ahora van a comenzar a transitar un camino nuevo; recuerden que no son pequeños sacerdotes, que no tienen que proyectar el futuro ni quemar las etapas. El diaconado como servicio es tiempo de conversión, es aprendizaje de humildad, es escuela de paciencia, y el resultado de este proceso, desarrollado en sus futuros ministerios, es lo que les permitirá identificarse cada vez más y mejor con el ideal que hoy la Iglesia les confía. Para servir bien hay que amar primero, y los hermanos más dignos de amor y de servicio son los más pobres y débiles, los alejados y que parecen extraños, pero que no lo son, porque somos todos hijos de Dios.

Su vocación divina es la confirmación de la oración de la Iglesia, siguiendo el mandato del Salvador: Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha, que hemos escuchado en el santo Evangelio. Una vocación es un don precioso, que reconoce y agradece la intervención de muchos agentes importantes: el ámbito familiar, en primer lugar, los padres de ustedes, – a quienes saludo y felicito con afecto. Ha sido su oración, su disponibilidad y sus ejemplos, junto al testimonio de sacerdotes abnegados, la cercanía de personas santas, conscientes de lo que significa ser cristiano. Agradezco, agradece la Iglesia de Nueve de Julio, a quienes han acompañado y fortalecido el camino vocacional de Juan Fernando y de José Luis, y esta celebración es también una ocasión para expresar nuestro reconocimiento a Dios y poner nuestra oración por todos ellos, familiares, amigos, compañeros, educadores, catequistas y la benemérita obra por las vocaciones.

La intercesión de María nuestra Madre, servidora humilde del Señor y acompañante silenciosa y fiel de los discípulos de su Hijo, los acompañe siempre.