Palabras del Obispo

Homilía del Domingo de Ramos

Homilía de Mons. Martín de Elizalde OSB
Obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio
 en el Domingo de Ramos

Nueve de Julio, Iglesia Catedral
29 de marzo de 2015

 

Queridos hermanos y hermanas:

Comenzamos hoy la celebración de la Semana Santa con la siempre emotiva bendición de los ramos y la procesión que nos conduce hasta el templo, acompañando a Jesús que se dirige a Jerusalén para encontrar, en la humildad y la obediencia, la soledad y el abandono de los suyos, el momento difícil, durísimo, de su Pasión y Muerte. El pueblo lo recibió festivamente, aclamándolo como “Hijo de David”, el Mesías esperado, pero no supo serle fiel, y pocos días después fue otra vez acompañante y testigo pero de una marcha diferente, la que lo llevaba al Calvario, al sacrificio de la cruz. Detengámonos un momento para reflexionar, después de la lectura de la Pasión, y con sinceridad en el corazón contemplemos al Señor que nos habla con su vida y su palabra.

“Jesucristo, que era de condición divina”: así comienza la segunda lectura de esta Eucaristía, tomada de la carta de san Pablo a los filipenses. Porque es el Hijo de Dios está profundamente identificado con la voluntad del Padre celestial, y por ello supo obedecer a su deseo de reconciliación y de perdón para los pecadores. Así el Hijo de Dios se encarnó, nacido de la Virgen María, y con su enseñanza y sus signos indicó a los hombres y mujeres que el cumplimiento de la promesa estaba ya cercano, y que había llegado el momento de la conversión. Se hizo servidor de sus hermanos, pero más aún, llevó su entrega hasta el extremo de aceptar la muerte, y la muerte en la cruz.

La crucifixión y muerte de Jesús acontece para nuestro bien, y al considerar su agonía y padecimientos, al llorar su muerte y sepultura, el dolor se vuelve encuentro y surge la pregunta que nos interpela una y otra vez: ¿Debía sufrir así el hombre justo e inocente que cargó sobre sí los pecados del mundo? La respuesta nos la da siempre san Pablo, situando en el amor que Dios tiene por la humanidad a la que desea recuperar para la vida, tanto el gesto admirable de Jesús como la esperanza de una actitud cambiada de los hombres. Y por eso, “Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre. ¡Jesucristo es el Señor!”.

La invitación que nos dirige la liturgia de hoy es la de entrar en los mismos sentimientos que tiene Cristo, y que abracemos como Él por amor al Padre a toda la familia humana, a nuestros hermanos. La celebración de hoy no se limita a proponernos una participación momentánea, exterior, en la Pasión, sino a ser como el mismo Señor, hijos fieles y consecuentes del Padre y dispuestos a venir en auxilio de los hermanos. Desde la fe que hemos recibido en el Bautismo y que conservamos y profesamos en la comunión de la Iglesia, la Pasión de Cristo nos señala un modo intenso y generoso de amar a Dios y a los hermanos. Entremos con Jesús en la Ciudad Santa, compartiendo sus sentimientos, invitados a unirnos a Él en su misión, y así como el Señor con esta entrada, selló su destino y obró la redención de los hombres, nosotros, entrando con Él, asumimos también nuestra parte en su sacrificio salvador.

Lo hacemos, en primer lugar, difundiendo con el testimonio y la palabra el conocimiento de la verdad revelada, contribuyendo a que muchos se incorporen a la familia eclesial y sean continuadores de la misión del pueblo cristiano. Esta tarea comienza en cada familia, en el aliento con que se acompañan los esposos, conscientes de su vocación, y la trasmiten lúcidamente a sus hijos. Se irradia en la sociedad y en el mundo con su aplicación en las funciones y lugares que cada uno ocupa, en las actividades laborales, en el ámbito de la cultura, en la difusión de los conocimientos, en la invitación a reflexionar, compartiendo con los hermanos. Pero debe continuar con la búsqueda de un mundo más justo, con el establecimiento de aquellas condiciones que hacen posible una vida digna, en lo espiritual, con la vigencia de los valores, el fomento y el respeto de los bienes morales recibidos de Dios, con la posibilidad de alcanzar el cumplimiento de las promesas hechas por el Creador y depositadas en las potencialidades de cada ser humano. Y como Jesús, que afirmó la verdad siempre, sin negarla ni disimularla, anunciemos bien alto que Él es el Camino, la Verdad y la Vida, y que en Él radica nuestra esperanza; y por eso, como Él, vamos hacia los hermanos, para aliviar sus carencias materiales y espirituales, sostenerlos en sus dificultades, instruirlos para que crezcan en el conocimiento de Dios y descubran el verdadero sentido de la existencia.

Acompañar a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén no puede consistir en el entusiasmo de un momento; su alcance profundo es que, al incorporarnos en su cortejo, sepamos que Él nos cubre y nos incorpora. Dejémonos conducir y modelar por su bondad y sabiduría, para reproducir, cada uno de nosotros desde el lugar que ocupa, su propia misión de traer felicidad y bendición a todo el mundo. Y así como Él por su sacrificio, que comienza el mismo día de su triunfal entrada en Jerusalén, mereció el más alto lugar junto al Padre, nosotros también, nos comprometemos en este día a llevar siempre, como los ramos en las manos, la identidad y el compromiso de ser discípulos de Jesús.

Hoy con Jesús entramos gozosamente en Jerusalén, para compartir su destino, que nos abre las puertas del Paraíso, la Jerusalén definitiva, a la cual es nuestro deber y vocación convocar a todos los hermanos. Nos asista la protección y la guía de la Madre de Dios, que acompañando en el silencio a su Hijo Jesús, es el modelo más diáfano y la intercesora más poderosa.