Palabras del Obispo
Homilía del Jueves Santo
Homilía de Mons. Martín de Elizalde OSB
Obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio
en la Misa de la Cena del Señor el Jueves Santo
Nueve de Julio, Iglesia Catedral
2 de abril de 2015
Queridos hermanos y hermanas:
Jesús, “que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”, y en la Cena pascual, reunido con sus discípulos, dejó a su Iglesia el don de su Cuerpo y Sangre, como presencia, como alimento, como promesa. La Eucaristía es el memorial de su Pasión, Muerte y Resurrección; en ella se encuentra expresado el gesto supremo de su amor y nos llega el fruto de su sacrificio, que es la vida para siempre. Al instituir la Eucaristía nos otorga el don inefable de la participación en tan grande misterio, para todos los tiempos y hasta el fin del mundo, y establece el sacerdocio para que, repitiendo sus gestos y sus palabras, proclame ante el mundo la muerte salvadora del Señor “hasta que Él vuelva”. En la Eucaristía vive la Iglesia, en ella se muestra y se define, y a partir de la celebración se abre al mundo, para testimoniar de la experiencia de la comunión y llevar a todos el mensaje de salvación.
La Eucaristía es la imagen de la Iglesia: allí se encuentra Cristo, quien nos guía, santifica y enseña por ella. La Eucaristía es el sello de la Pasión redentora, que llega al corazón del hombre para trasmitirle la gracia que viene del sacrificio y le da fuerzas para continuar la misión recibida del Hijo de Dios encarnado, que afianza los vínculos que nos unen como hermanos, con una vocación que compartimos, formando un solo corazón y una sola alma. Su presencia, confesada desde la fe, ansiada con el más ardiente deseo, frecuentada con la conciencia sincera de la propia indignidad, pero al mismo tiempo con la más viva y audaz esperanza, nos conforta y sostiene. Y el pregusto que se da en la participación sacramental, nos abre el corazón con el deseo del encuentro definitivo, anticipando para nosotros, ya en este tiempo, la unión con el Señor Resucitado. Nos acercamos así con profunda confianza, con serena alegría, a lo que nos fue prometido para toda la eternidad. Recibimos el alimento que nos sostiene, que nos hace crecer, que nos da la sabiduría y la fuerza para caminar, para dar testimonio y trasmitir a los hermanos, con alegría y perseverancia, lo que hemos recibido. Y la Eucaristía, reiterando el gesto del Señor “hasta que Él vuelva”, nos fundamenta en la certeza del cumplimiento de la promesa, que por este medio se hace más cercana.
Para celebrar la Eucaristía, en la misma Cena Jesús constituyó a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza, para que, por la acción del sacramento, los fieles se unan con Cristo, su Cabeza, y entre ellos, y anticipando con amor lo que desean, se comprometan en el camino de la vida hasta llegar a estar para siempre con el Hijo junto al Padre. Pero el ministerio sacerdotal, instituido un día como hoy para la santificación de los hombres, tiene como característica esencial la humildad y el servicio, ejemplificados en el ejemplo del lavado de pies a los apóstoles. La caridad de Jesús, que con este gesto simbólico define la razón de su sacrificio de amor por sus hermanos, se vuelve enseñanza y propuesta para todos. Lo es para los sucesores de los apóstoles, el papa y los obispos, y para sus colaboradores, los sacerdotes y demás ministros. Se recibe una misión, junto con el poder para celebrar, pero dentro de una condición que es fundamental: el servicio, y este debe ser ejercido con el espíritu de Jesús. El rito del lavado de los pies no es una representación histórica, sino una verdadera profesión: es así, sirviendo con humildad que queremos ejercer este ministerio que el Señor nos ha confiado. Tenemos que comprender que los ministros de la Iglesia no tienen otra misión que esta, y que su estilo debe ser el mismo que mostró Jesús en su vida, obediente, sencillo, cercano, casto, pobre.
Y para todos los bautizados el ejemplo del Señor Jesús propone la misma enseñanza: el cristiano tiene que estar abierto para encontrar, conocer, ayudar y amar a los hermanos, para servirlos con generosa humildad y continuar con ellos la obra de la caridad y de la evangelización. La celebración de hoy, que actualiza nuestra fe en la gran misericordia de Dios al enviar a su Hijo y dejar su presencia entre nosotros en el sacramento, nos recuerda también que la condición de la fecundidad espiritual para la vocación recibida en el Bautismo se encuentra en el servicio desinteresado y generoso. La misión de la Iglesia se realiza con estas actitudes y sentimientos, que reproducen las palabras y gestos de Jesús.
Concluida la santa Misa llevaremos las especies eucarísticas hasta el lugar de la reserva, y allí quedarán para ser adoradas por los fieles. Los invito a permanecer en silencio, con fe y mucho amor, dando gracias a Dios por tan grandes bienes como nos ha dado, y para rogar por la santidad del Pueblo de Dios, por la fidelidad de los sacerdotes y ministros, por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, por la conversión de los pecadores, por la difusión del Evangelio, por nuestros hermanos más necesitados, por los pobres, los que están solos y afligidos. Y mientras Jesús pasaba estas últimas horas de su vida, renovando su obediencia al Padre y su aceptación del sacrificio por amor a nosotros, acompañémoslo con la promesa firme de mantenernos siempre junto a Él, como los fieles que no lo abandonaron, su Madre, María, el apóstol Juan, y las pocas mujeres, que estuvieron al pie de la cruz.