Palabras del Obispo
Homilía en la Vigilia Pascual
Homilía de Mons. Martín de Elizalde OSB
Obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio
en la Vigilia Pascual
Nueve de Julio, Iglesia Catedral
4 de abril de 2015
¡Alegrémonos, hermanos, pues Cristo ha resucitado!
Con profunda alegría pascual nos saludamos los cristianos en esta noche santa, que ha visto el triunfo de la vida sobre la muerte, del bien sobre el pecado, de la esperanza del cielo sobre la tristeza del destierro. ¡El Señor ha resucitado! Y con Él nosotros recibimos la vida nueva, tenemos la certeza de alcanzar la meta, y, como respuesta, asumimos gozosos la misión de llevar este anuncio a todos los hermanos.
La rica liturgia de esta noche,- con el simbolismo del fuego y del agua, la memoria del Bautismo, la invocación de los santos, la proclamación de las lecturas que anuncian la Resurrección de Cristo y la liberación de su pueblo -, nos coloca en el centro mismo de la fe de la Iglesia. Porque la Resurrección de Jesús es la garantía de la vida que esperamos, y que ya tenemos como anticipo en nuestra incorporación a la Iglesia por el Bautismo. Esto nos invita y nos exige que respondamos con verdad y generosidad, para que las maravillas de la gracia divina que estamos celebrando esta noche sean conocidas y alcancen al mundo entero. Pero no bastaría una proclamación hecha solamente con palabras, sin los frutos de la conversión, sin el compromiso de la adhesión cordial, sin el esfuerzo de asumir este desafío con una creciente generosidad. La Resurrección de Cristo cambia los corazones de los hombres que reciben su anuncio y atienden a su enseñanza. En la comunión de la caridad, queremos, en esta noche luminosa, al renovar las promesas del Bautismo, replantear las condiciones de nuestra vida, muchas veces cómoda, cuando no indiferente.
Recibimos la vida del Resucitado ¿cómo cambia nuestra existencia? La primera respuesta es el testimonio, que comienza con la experiencia de la fe, un auténtico encuentro que nos deslumbra, que abre perspectivas nuevas, que nos proyecta, desde nuestro interior, hacia afuera de nosotros mismos. El testimonio es convicción, es ardor y deseo intenso, es preocupación por hacer fructificar el don recibido. La Resurrección de Jesús nos lleva a interrogarnos sobre el destino que le daremos a esta vida nueva, ¿cómo profundizar en ella, y ser capaces de trasmitirla? El testimonio no puede darse sin la fe, se expresa como un fruto de la caridad y alienta la esperanza. Desde el corazón convertido brotan las obras, que son la carta de presentación de todo cristiano. ¿Cuál será el camino para ello? La conversión del corazón, desde la fe, es el primer paso, al que sigue la continuidad de una vida sacramental, en particular con la frecuencia de la Eucaristía y la reconciliación. La oración, alimentada con la lectura de la Palabra de Dios, nos sostiene en la comunión con el Señor, nos instruye y nos asiste para que podamos abrir los oídos a cuanto Dios nos dice. De esta manera nos vamos disponiendo para ocupar nuestro lugar en la gran tarea evangelizadora, inspirada y guiada por Dios, preparada con la transformación interior que nos aleja del pecado y manifestada sin cansancio ni egoísmo. La maravillosa y elocuente liturgia de esta noche nos dice todo esto.
La siguiente respuesta es la de trasmitir a los hermanos, con auténtico sentido de justicia, aquello que hemos recibido, demostrando que valoramos la redención de Cristo, la consideramos lo más importante, y por eso la ofrecemos como algo preciado. Es un proceso por el cual nos reconocemos como miembros de un mismo Cuerpo, solidarios por ser hijos de Dios y llamados a la misma vocación. Tiene dimensión sobrenatural, pero incluye todas las condiciones de la vida humana y social, enriqueciéndola con la trascendencia. Es el anuncio de la verdad, es el aporte al bien común, es la creación de oportunidades nuevas, es la defensa de cada hermano y hermana, es la responsabilidad por la creación, es el compromiso por una sociedad con iguales derechos y posibilidades, que abre las puertas al cumplimiento de la voluntad divina, inspirada por el amor paternal de Dios y dotada con la esperanza cierta de su realización. La Pascua, por el anuncio gozoso del Aleluya, nos conduce a mostrarle al mundo que es posible alcanzar las metas más nobles, por difícil que ello parezca. Y la liturgia, con el envío misionero y el canto del Aleluya, nos lo recuerda esta noche.
Pero esto no sería posible si no estuviéramos animados con los sentimientos de Cristo. Tanto sufrimiento, tanto dolor, pero también tanta generosidad, tanta disposición de servicio, tanta humildad y silencio, tuvieron la consumación de parte del Padre, con la Resurrección del Hijo. Si nos alegramos y congratulamos esta noche, es porque somos el fruto de la compasión de Jesús, intérprete e instrumento del Padre, y ello nos invita a serlo nosotros también. ¿Estamos dispuestos a hacer el bien a los demás, hasta que nos duela? ¿Creemos de verdad que estamos llamados a la felicidad perfecta, compartiendo desde aquí, en la Iglesia, la vida divina, que se completará en el cielo que tenemos prometido? ¿Tenemos la convicción, la audacia, el desprendimiento necesarios, para dar credibilidad a nuestras palabras y acciones? Queremos ser como Jesús, que padeció por nosotros; ser cristianos es realizar en el mundo esta vocación. Testigos, sí, mediadores y trasmisores de la verdad, desde luego, para llegar a cada hermano, allí donde nos necesita, con aquello que tanto falta, y que por gracia divina, nos ha sido concedido tener en la Iglesia de Jesucristo.
La celebración de la Pascua es para cada comunidad la renovación del impulso misionero, con la fuerza del Bautismo y el signo de la comunión eclesial en la Eucaristía. Cantamos el Aleluya, salgamos a llevar este anuncio, dejémonos impregnar con su fuerza y fecundidad, con un amor sincero a los hermanos. María, la Madre de Jesús, y a quien recibimos como Madre nuestra, nos ayude a trasmitir el gozo y a mostrarlo en todos los momentos de nuestra vida.