Palabras del Obispo
Nuestra misión es el servicio
Homilía de Mons. Ariel Torrado Mosconi
Obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio
en la Ordenación Diaconal
de Ariel Palanga
Nueve de Julio, Iglesia Catedral
9 de marzo de 2017
La luminosidad de la Palabra de Dios que se acaba de proclamar nos ayuda a penetrar en el hondo sentido de la celebración de la cual participamos, ayudándonos a descubrir, al mismo tiempo, una dimensión o faceta esencial en la vida de la Iglesia y en la existencia cristiana.
Tal aspecto consiste en un don que tiene su origen en una llamada. Es una “vocación”: Dios mismo tiene la iniciativa al hablarnos para proponernos un camino, una meta, una tarea que signa, envuelve y compromete toda la existencia. A veces suave otras vehementemente, dirige su voz al “oído de la fe”, llamando a seguirle. Así nos constituye en “discípulos-misioneros”. Esa vocación la renueva y profundiza muchas veces a lo largo de la vida, a partir del santo Bautismo en el cual nos “llama, consagra y envía” -para decirlo con una expresión repetida y muy querida por el cardenal Pironio-. Todo esto nos lo ayuda a re-descubrir el poema del Siervo o Servidor de Yavé que acabamos de escuchar en la primera lectura del profeta Isaías así como la impresionante escena del lavatorio de los pies del evangelio de san Juan en la cual el Señor Jesús, en actitud de siervo, con su gesto, llama a los Apóstoles a seguir su ejemplo en la misión que les confía.
Pero ¿en qué consiste, entonces, esta dimensión fundamental de toda vocación cristiana? ¡Nos la grita hoy toda la Palabra de Dios: se trata de el servicio!
El servicio comienza por ser respuesta a una llamada. Es la Iglesia toda o cada creyente, que se deja interpelar y conmover por la voz de Dios que llama de tan diversas y variadas maneras. Sigue por un “salir de sí mismo”: romper la atadura del narcicismo, vencer la asfixia del egoísmo o superar la comodidad para donarse en generosidad, disponibilidad y abnegación. Lejos de rebajarnos a servidumbre o inhibir una realización personal, es esta “servicialidad” o “ministerialidad” la que madura, engrandece y ennoblece verdaderamente al ser humano. Muchas veces este servicio -no podemos dejar de reconocerlo- pasa por dificultades, luchas y pruebas, y supone no pocos sacrificios. Vivido así, todo servicio, culmina siempre dando fecundos frutos para bien de muchos. ¡Frutos no siempre reconocidos por los hombres aunque ciertamente agradabilísimos a los ojos de Dios!
Por esto mismo, podríamos decir que la celebración de una ordenación diaconal no solamente consiste en conferir el sacramento a un hermano llamado a ese ministerio en la Iglesia, sino que a la vez contiene un rico y fuerte simbolismo para todos y cada uno de los miembros de la comunidad. Efectivamente, el diácono es “icono” de Jesucristo Siervo o Servidor. La enseñanza constante de la Iglesia, desde el nuevo testamento -que nos decía la segunda lectura de los Hechos de los Apóstoles- y la época patrística hasta la restauración querida por el concilio Vaticano II junto a la praxis histórica, dan cuenta de esta nota “específica” del diaconado. Así como el obispo y los presbíteros son ordenados para el sacerdocio, el diácono lo es para el “servicio”.
Querido hermano Ariel: deseo que la riqueza simbólica de los ritos de la ordenación se graben hoy en tu corazón e “impresionen” -en el más hondo sentido de la palabra- tu alma. Ellos nos hablan significativamente de la elección, la consagración y la misión de anunciar Evangelio como profeta, de santificar al pueblo santo de Dios administrando la sangre y el cuerpo del Señor, bendiciéndolo; y sirviendo a la mesa de la caridad especialmente con los más pobres, enfermos y sufrientes. ¡Como María: “guárdalos” hoy en tu corazón! Y trata de siempre desarrollar de manera armónica esta triple diaconía de la palabra, la liturgia y la caridad.
Al clausurar el Concilio el beato papa Pablo VI apeló a una entrañable y bellísima imagen -seguramente inspirada en el evangelio de hoy- para recordar a la Iglesia su cometido en el mundo actual: “servidora de la humanidad”, eso es la Iglesia. Estamos en el tiempo de Cuaresma: ¡animémonos a un serio examen de conciencia para la conversión tanto personal como pastoral! ¿Nos concebimos como una comunidad de servidores? En cada una de nuestras parroquias ¿nos preguntamos cuál es el servicio real y concreto que prestamos? Los obispos y presbíteros ¿recordamos que el diaconado pervive en nuestro actual ministerio y que debemos seguir encarnado al Cristo servidor? Los consagrados ¿recuerdan que cada carisma conlleva un servicio? El laico ¿se da cuenta que ser padre o madre, trabajador, profesional, autoridad, tiene una dimensión servicial en sí mismo y no es una mera fuente de poder?
Este hermano nuestro que será ordenado diácono, viene a ser para todos imagen del servicio que estamos llamados a encarnar en nuestra vida. ¡Que hermoso va a ser que con tu testimonio diaconal nos recuerdes cada día que todos somos servidores los unos de los otros! ¡Que bueno será que nos recuerdes que nuestro lugar es estar de rodillas a los pies de nuestros hermanos!
Recién elegido Obispo de Roma, el Papa Francisco, escribió una bonita carta a los seminaristas que iban a ser ordenados diáconos en Buenos Aires (y que, de no haber sido elegido Sumo Pontífice, hubiese ordenado él mismo como Arzobispo) en ella utilizaba una expresión muy nuestra -los que somos de la pampa bonaerense la entenderemos sin explicación alguna- los invitaba a “poner toda la carne al asador”. Parafraseando al Papa te invito, te llamo, te exhorto a lo mismo: a poner tus talentos, tu corazón, tus fuerzas, toda tu vida en el ministerio, en el servicio. Y te encargo de todo corazón: ¡recordame a mí, a los sacerdotes y a todos los miembros de nuestra comunidad diocesana que nuestra misión es el servicio!