Palabras del Obispo
Nuestra patria requiere de un pacto ciudadano
Homilía de Mons. Ariel Torrado Mosconi
Obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio
en el Te Deum por el Aniversario
de la Revolución de Mayo
Nueve de Julio, Iglesia Catedral
25 de mayo de 2017
¡Felices! Tal es la hermosa y alegre exclamación repetida insistentemente por el texto evangélico que se acaba de proclamar, y a partir de la cual podemos reflexionar para auscultar con lucidez las entrañas de nuestra realidad presente tanto como para hacernos cargo de sus problemas y consecuencias. Y todo ello -no está demás señalarlo desde un comienzo- sin ningún afán pesimista o moralismo retórico sino con la más sana, responsable y mejor disposición de fe que nos conduce siempre a una salida superadora a los problemas que nos aquejan y desafían.
Por lo mismo es oportuno decir que, cuando la Iglesia pone de manifiesto su pensamiento, lo hace apoyada en la Palabra de Dios, y a la vez, prestando atención a las vicisitudes y complejidad de la realidad, especialmente al grito que viene de los sufrimientos y necesidades de los miembros más vulnerables de una comunidad. Y, aunque a veces se tomen sólo los aspectos críticos o se haga una interpretación polémica del mensaje de la Iglesia, quiero decir lo más claro posible que la intención es la de sumar, aportar, animar e, incluso, confortar y alentar, la construcción esperanzada del bien común para un mañana mejor.
Las palabras de Jesús que oímos nos hablan de felicidad, de bienaventuranza. Y la felicidad es, también, el deseo connatural al ser humano y la aspiración última de una sociedad. Es una meta que tiene mucho de utopía, de sueño, de ilusión. Las divergencias vienen a la hora de ponernos de acuerdo en qué consiste tal felicidad. Sin embargo hay valores que todos reconocemos necesarios para alcanzar la felicidad.
¿Cómo no admitir que la inmensa mayoría anhela la paz para sí y para la comunidad en la cual vive? ¿cómo no apreciar la sana aspiración al crecimiento, al desarrollo, al progreso, presentes en tantos ciudadanos de todas las edades? ¿cómo no reconocer en el anhelo de justicia, -que a veces se manifiesta bajo las formas de nostalgia por no haberla logrado suficientemente o de indignación al no poder obtenerla- un verdadero deseo muy hondo de rectitud, honestidad, transparencia e integridad? ¿cómo no valorar la legítima aspiración a tener un trabajo digno, con la debida remuneración económica? ¿Cómo no valorar la aspiración a tener seguridad y esperar cambios superadores en la educación y la salud? ¿cómo no ver con muy buenos ojos la conmoción y preocupación que nos sigue provocando el sufrimiento de tantos conciudadanos que padecen las consecuencias de la pobreza, la postergación o la exclusión?
En lo anterior encontramos un denominador común de expectativas, actitudes y valores compartidos por la gran mayoría de nuestro pueblo. Lo cual constituye un factor muy positivo, a partir del cual podemos reimpulsarnos y recomenzar un camino de mejoría, recuperación y progreso institucional, social y cultural que cifra aquella felicidad en el bien común o la paz social de toda una sociedad o nación.
Estos síntomas, también, nos hacen ver que no todo está perdido. Hay un “humus” sano, fértil, todavía insuficientemente cultivado, en lo más hondo de nuestra gente, capaz de dar muy buenos frutos, que sean a la vez medicina para nuestros males y alimento en el camino de la renovación. Tal coincidencia bien puede ser una plataforma o espacio de encuentro, la base para un consenso nacional, un “pacto ciudadano” que nos reúna en torno a lo bueno, mejor y más sano para reimpulsarnos como sociedad, pueblo y nación. Un “recomenzar” social y culturalmente que, aprendiendo las lecciones del pasado, nos entusiasme para construir el futuro.
A mismo tiempo, no podemos dejar de ver las dificultades y los obstáculos que se encuentran en el camino. Sin bien los escollos son múltiples, sus causas vienen de lejos y no son tan fáciles de erradicar en el corto plazo, el buen sentido de los ciudadanos, la opinión ponderada de los pensadores y las constataciones de quienes “toman el pulso” de la sociedad, coinciden en afirmar que la corrupción es una de las raíces más profundas de nuestros males así como una llaga abierta que supura desde hace demasiado tiempo. Los ejemplos están a la vista. Pensemos, por caso, en aquello que nos toca regionalmente más de cerca. Lo que nos aqueja como “pago chico”. Desde hace más de cuarenta años nos afectan cíclicamente las inundaciones: no se trata simplemente de una catástrofe natural sino que mucho tiene que ver con la incapacidad y la negligencia de aquellos que deberían haber previsto y ejecutado las obras necesarias para solucionarlas. A diario nos golpean accidentes de ruta que cobran sus víctimas: no se trata de una casual fatalidad sino también de una de las consecuencias de obras siempre postergadas. Nos preocupa y abruma el crecimiento exponencial del consumo de alcohol y drogas entre adolescentes y jóvenes: mucho tiene que ver la omisión o convivencia de distintos factores de poder de diferente nivel con la acción criminal de los narcotraficantes y los intereses económicos.
Desgraciadamente, tal corrupción, no solamente “infecta como una gangrena” tantos ámbitos de la sociedad sino que hasta puede decirse que se ha “naturalizado culturalmente” en vastos sectores. ¡Pero no podemos resignarnos a esto! Afortunadamente nos vamos animando a reconocerla, a examinar su complejidad y a buscar modos eficaces para combatirla. Para superar estas situaciones largamente pospuestas es urgente que hagamos este pacto ciudadano. ¡Debemos unirnos para ser fuertes en esta formidable empresa común!
En este sentido los creyentes, por imperativo de nuestra misma fe cristiana, no debemos titubear ni un momento en sumarnos y comprometernos con este cometido. Y todo esto, comenzando por la propia casa. Un antiguo adagio afirma: “la Iglesia siempre está reformándose” (¡En latín “suena” mejor: ecclesia semper reformanda!). Es este uno de los mejores aportes que podemos hacer a nuestra patria en la actual coyuntura: el testimonio de rectitud, transparencia y ejemplaridad que indica que es posible abandonar lo malo y optar por lo bueno y mejor.
Por lo anterior, pienso en tres valores o actitudes -en los cuales, seguramente, podemos coincidir personas de muy diversas posturas- para bien del conjunto de la sociedad y lograr este necesario pacto ciudadano. Son tres: magnanimidad, coraje y esperanza.
Magnanimidad. Grandeza de espíritu y generosidad para superar la mezquindad de los intereses espurios, las egoístas conveniencias sectoriales y el arriesgarnos a resignar ganancias momentáneas a fin de obtener beneficios para el conjunto. ¡Animémonos a ser desinteresados y pródigos: ganamos todos! Esto requiere romper y superar una lógica -podríamos decir- de la avaricia y la codicia para entrar en la dinámica de la generosidad y la gratuidad. ¡Todos debemos hacer, con una mano en el corazón, nuestro propio examen de conciencia! Puedo asegurarles que será muy beneficioso, positivo y provechoso. La experiencia espiritual de la fe así lo acredita.
Coraje. Significa la valentía de animarnos a cortar con la dinámica perversa de la mentira, la ventaja y el aprovechamiento, cuyo caldo de cultivo es el miedo, la indolencia y la negligencia. Significa no ceder a las presiones y el chantaje uniéndonos y respaldando a quienes se arriesgan y comprometen con la verdad, la justicia y el bien común. Significa, también, admitir, reparar y superar los propios errores animándonos a comprometernos con la regeneración del propio ámbito de vida. ¡No podemos dejar que nos embarguen la resignación o el cinismo! La entereza, pasión y fuerza con que tantos patriotas argentinos de todos los tiempos transformaron su tierra y su entorno, debe servirnos de inspiración y debemos tomarlos como referencia.
Esperanza. Ella alienta los mejores deseos, las nobles aspiraciones, los sueños realistas, las legítimas utopías. No solamente nos mantiene en pie sino que nos impulsa a caminar hacia la meta sin bajar los brazos. Sin ella dejamos de aspirar a lo mejor, nos paralizamos y claudicamos en el pesimismo. ¡Los creyentes deberíamos ser “agentes contagiosos de esperanza”! uniéndonos a todas las personas de buena voluntad -que son tantas- comprometiéndonos inteligente y responsablemente con una patria mejor. ¡No dudemos ni por un instante que vale la pena!
Por esta senda avanzaremos hacia una nación en paz y con ciudadanos felices. ¡Supliquemos confiada, ardiente y fervientemente que el Señor nos ilumine, asista y conforte con su gracia y sus dones para que podamos lograr este anhelado pacto ciudadano!
+Ariel Torrado Mosconi
Obispo de Nueve de Julio