Palabras del Obispo
Ordenación Presbiteral de José Luis Rossi
Homilía de Mons. Martín de Elizalde OSB
Obispo de Santo Domingo en Nueve De Julio
en la Ordenación Presbiteral de José Luis Rossi
Parroquia Nuestra Señora de los Dolores, Trenque Lauquen
12 de diciembre de 2014
Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe
Querido José Luis,
queridos sacerdotes, diáconos, seminaristas,
queridos hermanos y hermanas:
En la manifestación de María Santísima en Guadalupe, el envío que la Virgen confía a san Juan Diego es un modelo de la pedagogía divina. Aquí Dios encarga a su Madre, para que con palabras llenas de respetuosa ternura, le trasmita a Juan Diego la misión que será la suya. Es, en primer lugar, el encuentro del Evangelio con un mundo nuevo, con una cultura y un pueblo que habían estado hasta entonces ajenos a la Revelación de Jesucristo, y es un encuentro maravillosamente pleno, de una finura espiritual y de un contenido tan completo que encierra en pocas palabras y gestos la riqueza de la salvación ofrecida a todos los hombres. Pero esta manifestación se realiza en comunión con la Iglesia: es el anuncio evangelizador y la presencia amorosa de Dios junto a los suyos, que se confirma con la referencia al pastor de la Iglesia, a quien se envía al asombrado Juan Diego, para que en forma discreta pero audaz, él, humilde y sencillo hijo del pueblo, le trasmita esa realidad inmensa de la que es señal la aparición de la Virgen en el Tepeyac. El mensaje viene de Dios, se realiza por la intervención de la Madre, se confirma en el ámbito de la Iglesia, se expresa con la actitud creyente de Juan Diego.
En esta celebración eucarística, en la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, nos disponemos a ordenar a nuestro hermano José Luis al orden del presbiterado. Y las enseñanzas de cuanto hoy recordamos litúrgicamente, nos invitan a detenernos en esos aspectos que deben acompañar siempre el ministerio del sacerdote, inspirar su acción, sobre todo alimentar y orientar su vida. Permítanme que enuncie estos principios, y que lo haga como un decálogo guadalupano, como un decálogo sacerdotal
Tenemos primero la llamada, suave pero firme, a recibir con atención a lo que viene de Dios. Él llama discretamente, pero nos impone un compromiso muy serio, no es nuestra voluntad ni nuestra idea lo que viene de Aquél que nos convoca y envía. Es la vocación, no como un deseo o aspiración, un atractivo por gusto o afinidad, sino una llamada a salir de nosotros mismos, a elegir el destierro de la voluntad propia, a asumir la persona de Cristo, como sacerdotes y servidores, hasta el sacrificio.
Luego, la conciencia de la misión recibida, que puede ser algo imprecisa, al comienzo, pero que se va precisando, y se vuelve exigente, y frente a la cual solo queda la respuesta de la generosidad, sin excusas ni costumbres adquiridas.
En tercer lugar, aparece la apertura para escuchar a los humildes, o mejor, para vivir en ese contexto humilde, donde sin duda encontraremos muchas riquezas naturales que debemos evangelizar, con fe, esperanza y caridad.
Por eso, en cuarto lugar, la actitud del sacerdote, como la del indio Juan Diego, debe manifestarse con franqueza y fundarse en la verdad, para con uno mismo y para la comprensión de los demás, incluso para trasmitirlo a los pastores de la Iglesia.
De allí, quinto, sigue el respeto por el ministerio que nos es confiado y de la Palabra que debemos anunciar, que no es nuestra. Somos nosotros las cuerdas vocales, el sonido de la voz, la articulación sonora de un mensaje que no nos pertenece, y al que debemos ser obstinadamente fieles.
Sexto, nos hemos de convencer que recibir la ordenación presbiteral implica aceptar el esfuerzo y el sacrificio que conlleva; es el ministerio del mismo Cristo, y a nosotros se nos pide que seamos fieles para cumplir ese encargo, sin adornos ni ilusiones, sin aumentarlo con proyecciones humanas ni reducirlo a la pequeñez de nuestra disponibilidad. Es un sacrificio, una ofrenda, y por eso mismo un esfuerzo, que desde la mirada del hombre carnal no podrá ser nunca comprendido.
Séptimo, recordar y mantener la fidelidad en la trasmisión del mensaje, sin desfigurarlo.
Octavo, como una aplicación de cada momento, una elección cotidiana, tener muy presente que debemos optar por lo principal (Dios, los hermanos, la Iglesia) y nunca elegir lo personal y subjetivo.
Noveno: No perder nunca nuestra capacidad de asombro, pero sin espanto; renovar constantemente el agradecimiento, pero sin orgullo ni soberbia.
Décimo y último, mantener vivo el agradecimiento, con mucha alegría, porque llevar este mensaje, transforma, y nos identifica más con Jesucristo.
Querido José Luis: tienes aquí algunas sencillas pautas para el ministerio. Encontrarás maestros verdaderos y buenos ejemplos, pero también están las tentaciones y las ilusiones. El ejemplo de los santos nos ilustra, ellos con su oración nos acompañan, intercediendo por nosotros, como lo hace en primer lugar la Santísima Virgen. Y manteniéndote en la comunión de la Iglesia, en la obediencia y la sinceridad con tu obispo, en la armonía fraterna con tus hermanos sacerdotes, en la entrega esforzada a tu ministerio y en la apertura de corazón para escuchar y recibir a los más pobres y necesitados, cumplirás tu servicio sacerdotal con la disposición que la Iglesia espera de vos, que tu familia – que te ha formado en la fe y te ha acompañado y acompaña en tu entrega a la Iglesia – valora y comprende como el estilo de la vocación que has elegido seguir con su apoyo y bendición. Esta parroquia de Trenque Lauquen ha dado muchas vocaciones a la Iglesia, y no creo equivocarme si menciono al querido y recordado Padre Pedro, como el instrumento privilegiado para suscitar tantas respuestas, que esperamos seguirán siendo generosas, siguiendo su ejemplo, y que habrán de continuar en el tiempo.
Concluyo, querido José Luis, recordándote esta referencia doble, insoslayable: todo procede del Misterio de Cristo, que elige y configura con Él a su ministro, y lo hace portador de su Palabra y del sacramento, pero que es enviado a los hombres, para que ellos también se abran a la gracia. No se es dueño, como no lo fue Juan Diego, sino apenas un servidor humilde, obediente, veraz, con una actitud moral que edifique y dando testimonio del Señorío del Resucitado, bajo la protección maternal de María Santísima, primera discípula de su Hijo.