Palabras del Obispo
Peregrinación Diocesana a Luján
Homilía de Mons. Martín de Elizalde OSB
Obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio
en la Peregrinación Diocesana
a la Basílica Nuestra Señora de Luján
Luján, 7 de septiembre de 2014
“Les aseguro que si dos de ustedes se unen en la tierra para pedir algo,
mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde hay dos
o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos”
(Mt 18, 19-20)
Queridos hermanos sacerdotes, diáconos y consagrados,
seminaristas y fieles de nuestras comunidades
de la diócesis de Nueve de Julio,
peregrinos al santuario de Nuestra Señora de Luján,
queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este domingo nos recibe en la meta de nuestro viaje espiritual, la Basílica de Luján, con unas palabras sumamente consoladoras, cercanas, esperanzadoras. La promesa del Señor Jesús es que seremos escuchados, si, como fieles de su Iglesia, nos encontramos reunidos en su Nombre, y que el Padre celestial nos reconocerá. Venimos a Luján con fe, la fe que recibimos en el Bautismo, la fe de la Iglesia, y ella nos permite esperar que la generosidad de Dios no se apartará de quienes lo invoquen confiadamente. Hemos venido al santuario de la Madre de Dios para pedir su intercesión, es decir, unirnos a su oración y confiarle nuestra vida y nuestra realidad, en la adoración y la alabanza, rogar con ella para que Dios nos escuche, darle gracias por los beneficios recibidos e incluir en esta visita, en este sacrificio eucarístico, en nuestra plegaria, a todos nuestros hermanos.
1. La enseñanza evangélica sobre la oración nos acompaña y conduce, y queremos en este momento de encuentro y de reflexión aprender de nuestra Madre como practicarla. Ella recibió el anuncio del arcángel Gabriel con sencillez y alegría, adorando el designio del Padre que la invitó a ser la madre de su Hijo (Lc 1, 26-38). Esta actitud es la primera introducción al arte de la oración, pues la iniciativa viene de Dios; es Él quien nos llama e invita, y se dirige primero a nosotros con su Palabra, su propio Hijo, que nos trae la promesa de la vida eterna. Haciendo suya la voluntad del Padre, se identificó con ese gran don, y en la adoración y el silencio, en la aceptación humilde, en la adhesión esperanzada y valiente, dio el primer paso de la oración, que es una actitud que va mucho más allá de las palabras, es el encuentro en la fe que reconoce la palabra de amor y se proyecta en la esperanza.
Hemos venido hasta aquí y nuestra actitud primera es la adoración, a la que nos invita este hermoso templo, el clima que se respira en él, la celebración piadosa y recogida. Este primer paso nos pone en la presencia de Dios, nos congrega como familia de Jesús, nuestro Mediador, y nos lleva a la adoración en humildad y verdad. No venimos a reclamar otro derecho que el del pobre que suplica, con el privilegio de la elección que hizo el mismo Hijo de Dios, y que nos constituye bajo su Nombre, para ser reconocidos por el Padre. Llegamos sin otra pretensión que la del pecador arrepentido, del enfermo deseoso de ser sanado, del hijo que retorna a la casa del Padre.
2. Congregados, pues, por la fe que busca respuestas, que desea encontrar el término de su camino, abrimos el corazón para que se derrame sobre él la gracia del perdón y la misericordia divinas. María estuvo con Jesús crucificado (Jn 19, 25), unida con el sufrimiento de su alma al sacrificio de su Hijo, unida desde su lugar de Madre y de discípula a la redención de los hombres. Ella, concebida sin pecado, la primera discípula del Señor, hizo suya la esperanza de quienes, como nosotros, acudimos con confianza a su casa, aquí en la tierra, y que es imagen de la definitiva. La primera condición para ser perdonados es el arrepentimiento y el dolor, y a quienes buscan la reconciliación con Dios están abiertos, en el sacramento del perdón, la puerta del retorno, la purificación del alma, la amistad recuperada.
3. Habiendo caído tantas veces, fuimos levantados por la gracia, y por eso hemos de manifestar nuestro reconocimiento a Dios. También María, que recibió la dicha de ser Madre del Salvador, abrió su corazón para hacer de nosotros, que no lo merecemos, la familia de su propio Hijo. “¿Quién es mi madre y mis hermanos?… el que cumpla la voluntad de mi Padre de los cielos, ése es para mí un hermano, una hermana o una madre” (Mt 12, 48-50). ¿Cómo no estar agradecidos por esta invitación para llegar a ser tan propios y tan cercanos miembros de la familia del Redentor, con la respuesta simple de nuestra aceptación de su mensaje, poniendo por obra su enseñanza, cumpliendo sus mandamientos?
4. El pedido no puede ser el reclamo que se limita a nuestras necesidades personales, familiares, sectoriales, sino por lo más fundamental, lo central en nuestra vida, por todo el género humano, que el Señor redimió con su sangre. Reunidos en su Nombre, significa que no excluimos a nadie en este ruego por su protección. María es la Madre de todos – “Ahí tienes a tu hijo”, señalando en Juan, el discípulo amado, a todos nosotros (Jn 19, 26) –. Junto a ella esperamos que nuestra cercanía con Dios, en este santuario, en este día, en nuestra vida cristiana, nos obtenga ser con ella intercesores por el mundo y por los hermanos, comprometidos con sus necesidades, atentos a las grandes causas de los hombres, las que acusan dolor y sufrimiento y las que nos hacen felices.
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Parte del aprendizaje de la oración consiste en el desprendimiento de lo pequeño para abrazar lo grande, pasar de lo particular a lo universal. En primer lugar, no lo olvidemos, estamos reunidos “en el Nombre de Jesús”. Ser “de Jesús” se realiza en la Iglesia, y por eso debemos pedir por ella, la Iglesia fundada por Jesucristo, extendida por toda la tierra, por el Papa y los obispos, por los hermanos cristianos de todo el mundo; pidamos por nuestra Iglesia particular, de la diócesis de Nueve de Julio: por nuestros sacerdotes y diáconos, por la vida consagrada, por las comunidades parroquiales, en la ciudad y en el campo, por las vocaciones y por los seminaristas, por los ministros, catequistas, misioneros y colaboradores. Nos presentamos aquí como familia, esta es nuestra identidad eclesial, y debemos amar y cuidar nuestra casa, nuestra llamada, a nuestros responsables y a todos aquellos que nos han sido confiados. Después, siempre, nuestra fe nos dice que Dios nos escucha; por eso traemos a Él los dolores y las penas de nuestros hermanos cercanos, así como las necesidades de quienes están más lejos. La lista es interminable, pues en todos los órdenes quiere nuestro Padre hacernos colaboradores suyos, en el obrar con caridad generosa y en el pedir, poniéndonos al lado del Dios misericordioso: rogar por quienes pasan hambre y carencias, especialmente en nuestro país, a causa de las desigualdades; rogar para que nuestros gobernantes sean siempre inspirados por la búsqueda del bien común y observen la justicia, respetando la igualdad; rogar por la protección y fomento de la vida, por la seguridad de las personas; rogar por los enfermos, los niños, los jóvenes y los ancianos.
Roguemos hoy especialmente por quienes sufren las consecuencias de una guerra implacable y son perseguidos y desterrados. En estos momentos los hermanos cristianos del Medio Oriente, de las Iglesias fundadas por los apóstoles y los primeros discípulos del Señor, son duramente atribulados, expulsados, masacrados, forzados a apostatar. Pidamos por ellos para que reciban alivio en sus padecimientos, para que tengan fortaleza para perseverar en la fe con esperanza y conservar la caridad. Roguemos para que los poderosos de este mundo comprendan finalmente que no se puede perseguir a nadie por su fe y sus creencias y para que ninguno de ellos permanezca indiferente ante esta verdadera catástrofe. Dispongámonos nosotros, orando por estas intenciones, a ser artífices de paz en nuestros ambientes, trasmitiendo alrededor nuestro el mensaje de fraternidad del Evangelio, constantes en la fe, a la espera de la respuesta y los signos de Dios que nos ama.
Seamos en toda nuestra vida, como hoy aquí, con la oración ante la Virgen de Luján, testimonio, para que el mundo crea, y descubra la verdadera razón de la alegría, el vínculo siempre presente con nuestro Padre que nos ama, la prenda y garantía para alcanzar la meta. Como les dijo María en Caná a los que servían en la fiesta de bodas: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2, 5). Es lo que queremos llevar hoy en nuestro corazón, aprender a hacer la voluntad de Dios; esta es la súplica que elevamos, por la intercesión de Nuestra Señora de Luján. Amén.