Palabras del Obispo

Un profeta de la esperanza y la alegría

Homilía de Mons. Ariel Torrado Mosconi
Obispo de Santo Domingo en Nueve de Julio
pidiendo por la Beatificación
del Siervo de Dios Cardenal Eduardo Pironio

Nueve de Julio, Iglesia Catedral
5 de febrero de 2017

Como cada domingo al reunirnos para la celebración eucarística la Palabra de Dios nos vuelve a iluminar una vez más instruyendo la conciencia, confortando el corazón y guiando los pasos de nuestra voluntad por el camino del seguimiento del Señor. El evangelio que se acaba de proclamar es continuación del domingo anterior: el así llamado “Sermón de las Bienaventuranzas” que viene a ser como la “carta magna del cristianismo”. Hoy, el mismo Jesús nos recuerda lo que debemos ser para obrar en consecuencia y en consonancia: ser para actuar, nuestra conducta proviene de lo que somos verdaderamente. Y apela a dos sencillas y ricas metáforas: la sal, que da gusto, sabor, a las realidades que impregna, y, la luz, que al estar encendida de suyo mismo ilumina la realidad que la circunda. Así es la vida misma, la misión y el testimonio del cristiano. Da gusto e ilumina con su mismo ser, su existencia toda, la realidad que lo rodea.

Hoy conmemoramos 19 años de la partida del siervo de Dios cardenal Eduardo Francisco Pironio. Hijo de nuestra ciudad, que en esta misma iglesia de Santo Domingo nació a la vida sobrenatural por las aguas del santo Bautismo (1920) y en ella celebró su primera Misa (1943). Con razón y sin exageración alguna -por el contrario el testimonio de su existencia misma lo acredita- se ha dicho del él que fue un profeta de nuestro tiempo, un profeta de la esperanza y de la alegría.  Por eso mismo, haciendo memoria de su vida y ministerio, les propongo que sea el mismo quien “predique” prestándole gustosamente mi voz para que su enseñanza tan actual -como oirán- siga iluminándonos, siga resonando en la misma tierra y en la misma comunidad que lo tiene como uno de sus mejores hijos.

No olvidemos que esperanza y la alegría fueron uno de los temas más caros a su espiritualidad, reflexión teológica, enseñanza pastoral y a su mismo testimonio de vida. Y son, precisamente, la alegría y la esperanza esa “sal” y esa “luz” que el mundo actual necesita y espera de nosotros los cristianos.

Esto dice cuando la define y se refiere al origen de la verdadera alegría:

“La alegría cristiana se resume en el Magnificat de Nuestra Señora: es la alegría de los pobres que han experimentado la presencia de un Dios Salvador, anticipadamente buscado, gustado y poseído y definitivamente saboreado cuando el Señor venga a buscarnos para que estemos eternamente donde Él está con el Padre (Jn 14, 3)que su esencia es la fidelidad a la Promesa y que la infalible certeza de su presencia transforma nuestra oscuridad en luz, nuestra debilidad en fortaleza, nuestra tentación de desaliento y de tristeza en seguridad de gozo y de esperanza”.

Por eso insiste en la auténtica fuente de la alegría: 

“El mensaje del cristiano hoy -en este mundo quebrado y pesimista- es la alegría que nace de la cruz. “Salve, oh cruz, nuestra única esperanza” (Himno de Vísperas en Pasión).Si los cristianos tienen hoy una responsabilidad -los que de veras por seguir a Jesús, han renunciado a sí mismos y han asumido con generosidad su cruz cotidiana- es la de ser mensajeros de alegría y de esperanza, la de ser, por fidelidad al Evangelio, los auténticos artífices de la paz. “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9)”.

E insiste:

“La posibilidad de la alegría supone una visión cristiana del dolor y una aceptación positiva de la fecundidad de la cruz. No es simplemente la resignación pasiva ante el sufrimiento. Es la seguridad divina de que nuestra “tristeza se convertirá en alegría” (Jn 16, 20)”.

Más adelante subraya:

“Hay fuentes de felicidad mientras vivimos. Yo quiero señalar las siguientes: la experiencia de Dios -sabiduría de su presencia- por la contemplación, la cruz, la caridad fraterna. Son modos de entrar en comunión profunda con Dios, de descubrirlo como Padre, de gozar de su presencia”

Y afirma que no se trata de conceptos ni de palabras vacías sino que:

“La alegría supone una experiencia profunda del inalterable amor del Padre, de su fidelidad, de su misericordia. Es la fuente de la alegría en Cristo: “el Padre me ama”. Cristo tiene conciencia del amor del Padre; eso le comunica serenidad y fuerza aun en los momentos intraduciblemente duros de Getsemaní”.

Al mismo tiempo nos invita a mirar a nuestro alrededor descubriendo que:

“Quizás la angustia contemporánea, fuente de continuas neurosis y desequilibrios psíquicos, provenga en definitiva de esto: de haber perdido los hombres -lamentablemente también nosotros los cristianos- la conciencia de que “Dios es Amor”. Por eso, el grito más fuerte del testigo hoy debiera ser éste: “Dios es Padre y nos ama”. Esto hay que descubrirlo, vivirlo y proclamarlo, aun en medio de la tribulación y el sufrimiento. Más aún: es entonces cuando el testimonio es más claro, más fuerte, más válido”.

Esa alegría es a la vez fuente y fundamento de la esperanza:

“La esperanza exige fortaleza: para superar las dificultades, para asumir la cruz con alegría, para conservar la paz y contagiarla, para ir serenos al martirio. Nunca ha sido virtud de los débiles o privilegio de los insensibles, ociosos o cobardes. La esperanza es fuerte, activa y creadora”.

Al mismo tiempo nos dice que ella es la virtud que necesitamos para los momentos difíciles:

 “Los tiempos difíciles exigen fortaleza. En dos sentidos: como firmeza, constancia, perseverancia, y como compromiso activo, audaz y creador. Para cambiar el mundo con el espíritu de las bienaventuranzas, para construirlo en la paz, hace falta la fortaleza del Espíritu”.

Y esto lo refiere también a la vida de la sociedad y de una nación, lo cual es de actualidad para nosotros como argentinos:

“Un pueblo que sufre puede caer en la resignación pasiva y fatalista o en la agresividad de la violencia. Hay que armarlo entonces con la fortaleza del Espíritu para hacerlo entrar por el camino de la esperanza”.

Oigamos con qué sabiduría sigue iluminando nuestra actualidad:

“Los tiempos difíciles pueden perder el equilibrio. Pero la falta de equilibrio agrava todavía más la dificultad de los tiempos nuevos. Porque se pierde la serenidad interior, la capacidad contemplativa de ver lejos y la audacia creadora de los hombres del Espíritu. Cuando falta el equilibrio, aumenta la pasividad del miedo o la agresividad de la violencia… Los tiempos difíciles exigen hombres fuertes; es decir, que viven en la firmeza y perseverancia de la esperanza… Hombres que han experimentado a Dios en el desierto y han aprendido a saborear la cruz. Por eso ahora saben leer en la noche los signos de los tiempos, están decididos a dar la vida por sus amigos y, sobre todo, se sienten felices de sufrir por el Nombre de Jesús y de participar así hondamente en el misterio de su Pascua…De allí surge para el mundo la victoria de la fe (1 Jn 5,4), que se convierte para todos en fuente de paz, de alegría y de esperanza”.

El cardenal casi nunca terminaba sus homilías sin una referencia a la Santísima Virgen, oigamos con nos la pone a María como modelo y ejemplo de alegría y esperanza cristiana:

“La alegría cristiana se resume en el Magnificat de Nuestra Señora: es la alegría de los pobres que han experimentado la presencia de un Dios Salvador, anticipadamente buscado, gustado y poseído y definitivamente saboreado cuando el Señor venga a buscarnos para que estemos eternamente donde Él está con el Padre (Jn 14, 3)”

Para terminar pidamos sencilla, humilde y confiadamente “con corazón de pobres” -expresión tan querida y repetida por él- que la intercesión de la Virgen Madre “causa de nuestra alegría” y “vida, dulzura y esperanza nuestra” nos ayude a llevar a la práctica el Evangelio de su hijo Jesús siendo auténticamente “sal” que da gusto a la vida y “luz” que aclara el camino de los hermanos.

+Ariel Torrado Mosconi
Obispo de Nueve de Julio