Palabras del Obispo

Homilía de Monseñor Martín de Elizalde

HOMILÍA de MONS. MARTÍN de ELIZALDE OSB
OBISPO de SANTO DOMINGO en NUEVE de JULIO
en la CELEBRACIÓN de la CENA del SEÑOR – JUEVES SANTO 

Nueve de Julio, Iglesia Catedral, 17 de abril de 2014

Queridos hermanos y hermanas:

La comunidad cristiana en este día se percibe a sí misma más unida, más fuerte, más santa. Más unida, porque está congregada por el mismo Señor para recibir sus enseñanzas últimas y, sobre todo, para ser comensal en la Cena, durante la cual nos deja su Cuerpo y Sangre como alimento y nos trasmite la regla inefable del amor fraterno en la humildad y el servicio, con la institución del sacerdocio. Más fuerte, porque la Eucaristía nos da vida y enriquece nuestro espíritu para el testimonio y para la misión, que, con la venida anunciada del Espíritu Santo, se hace posible. Más santa, porque estos misterios no dependen de nuestras convicciones, de nuestros conocimientos, de nuestras capacidades; al participar en los misterios divinos, que hoy particularmente celebramos, dejamos de ser pecadores para incorporarnos al pueblo santo, elegido, real y sacerdotal, y dejamos de ser servidores, para ser amigos y familiares de Dios.

La Encarnación del Hijo de Dios, para la salvación de los hombres, se continúa y extiende en el tiempo y en el universo entero por la acción de la Iglesia. La celebración de la Eucaristía, por el ministerio de los obispos, sucesores de los apóstoles, y de sus colaboradores, los sacerdotes, es el medio para encontrarnos en comunión, en primer lugar, con el Hijo de Dios presente, y por la acción divina con el Padre y el Espíritu Santo, y mantenernos unidos en comunión con los hermanos. Al recordar litúrgicamente la última Cena tenemos una oportunidad maravillosa para afirmar nuestra fe, para unirnos con renovado fervor y confianza al sacrificio de Cristo, ofrecido por el mundo, y para hacer más vigorosa y devota nuestra práctica eucarística

Jesús, en su despedida, entrega a la Iglesia naciente su presencia sacramental. Por ella, a la Iglesia se le confía “hacer esto” en su memoria, para edificar el cuerpo de la misma Iglesia, y para conservar, adorar y honrar esa presencia, a partir de la cual ella debe realizar su misión. Al considerar hoy el misterio de la presencia del Hijo de Dios en la Eucaristía nos encontramos con tres maneras de aproximación, que queremos exponer brevemente. Las tres formas de llegada al misterio se encuentran bien visibles en la liturgia del Jueves Santo.

La primera es la celebración misma de la santa Misa. Todos conocemos el lugar central que ocupa en la vida cristiana, como lugar y tiempo de comunión con Dios, por la recepción del Cuerpo y la Sangre de Cristo Resucitado, por la incorporación a la asamblea que es Cuerpo de Cristo y que realiza el culto verdadero. Es la fuente, de donde procede la vida eclesial, es la cima y la meta de todo camino de discípulo. Jesús nos ha dejado su presencia, y nos ha invitado a acercarnos a Él, para identificarnos con su misión y poder llevarla a cabo en comunión con los hermanos. En el ámbito personal, en la Eucaristía se encuentra la paz y el consuelo de toda aflicción, se robustece el débil y recibe sabiduría el ignorante. La Eucaristía, celebración de la Resurrección, tiene en el día del Señor un significado precioso, que nos hace falta refrescar, cuando no recuperar en las comunidades.

La segunda reflexión sobre la Eucaristía en la Iglesia se refiere a la adoración. La permanencia de las especies consagradas es objeto de nuestra veneración, agradecidos por el don recibido, y también para formarnos en la oración y acompañar el camino de los hombres con el silencio del encuentro con el Señor, ya que ha querido establecer, en todo el mundo, un lugar para sí, para que allí acudan los fieles y se renueven y fortalezcan con Él.

La tercera manera de acercarnos espiritualmente a la Eucaristía, para conocerla mejor y amarla más, es tal vez la que no tenemos en cuenta más frecuentemente. Se refiere al poder de la Iglesia para celebrarla, y al santo ministerio que lo hace posible. Este aspecto resalta en la liturgia del Jueves Santo: Jesús confía en la Cena a los apóstoles la continuidad del sacrificio, y para ello les confiere la dignidad sacerdotal, para celebrarlo en su memoria hasta el fin de los tiempos. En la gloria definitiva no habrá sacerdocio ni Eucaristía, porque estaremos inmediata y espiritualmente unidos en la comunión con Dios, pero la mediación de la Iglesia en este tiempo de peregrinación terrena nos permite participar en el culto que anticipa la liturgia del cielo. El mandamiento de la caridad que les da a los discípulos con el gesto de lavarles los pies, pone de relieve la esencia de cuanto Jesús hace por nosotros, que es el amor: amor al Padre y amor a la familia humana. Este amor que tiene su expresión más elocuente en la entrega al sacrificio de la cruz, hecho sacramento en la Eucaristía, se pone a nuestro alcance, para que participando de los misterios divinos, seamos transformados por él y sepamos trasmitirlo a los hermanos. Que así lo vivamos y lo hagamos, como comunidad cristiana, comunidad eucarística, reunida en la oración con María, la Madre del Señor.